domingo, 10 de enero de 2016

Ellos

Eran la monotonía de las mañanas de otoño, la rutina de un café a medio acabar y de una puerta que se cierra sin prisas.

Ellos, los que no se despedían de nadie al salir de casa.

 Y luego ellos otra vez. Una chica y un chico en el ascensor. Sonrisas entrecortadas, miradas que van a parar a ningún sitio. Despedidas a media voz que tienen miedo de despertar, despertar esas ansias que se callan que reprimen cerrando sus labios mientras en su interior gritan.

Luego un portal, dos sombras que se pierden en medio de tanta gente, en una vía demasiado transitada, con excesiva cantidad de cuerpo y una gran escases de almas, que se mueven al unisono con el tic-tac de un reloj.


Pasa el día, nada nuevo, y un camino de vuelta a casa.

 Nadie les espera en casa, en el autobús ella sostiene entre sus delicadas manos a un Neruda que no pesa. Y sopesa, otro día más no sabe si volver. Y sueña, ya lo creo que sueña, sueña con viajes infinitos en el ascensor.

Y mientras él, elevando el volumen de su música, se aleja y su sueño se encuentra con el de ella.

Y un portal, un ascensor que se detiene, un chico y una chica, las luces se apagan y sueñan.


Ellos, los que no eran mas que transeúntes solitarios por la vida.

Ellos que no tenían miedo, hoy temían al silencio, temían a que las lecturas durasen eternamente, temían a que la música sonara sin ser interrumpida por los besos, a no llegar con prisas al despertar por haberse acompañado en noches demasiado largas.

Ellos dejaron de no esperar nada, y empezaron a quererlo todo en la vida.


Y yo me marcho, los dejo solos para que ellos hagan poesía, pues yo ya les he dado palabras cargadas de vidas.


Ellos no tienen nombre, porqué ellos están por todas partes. Habitan en cada uno de los suspiros, de las miradas fugaces.

 Ellos son parte de esos silencios incómodos que no buscan palabras.

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