martes, 11 de agosto de 2015

Soy el zigzag interminable, que sorprende tras la siguiente curva.

El descenso, el último suspiro encadenado con el acorde final de una canción que suena taladrando la cabeza, hasta volverse eco.
Mientras el sonido y los latidos disminuyen, volviendose apenas perceptibles, demasiado bajos para algunos, casi despreciables.

Con complejo de barco errante, destinado a estrellarse contra el iceberg mas grande de todos, ese del que nunca podrá escapar, que continúa bajo un océano de agua fría capaz de despertar la conciencia justo antes del fatídico golpe final.
Para quien nunca esquivó un bache ni rodeó un charco, las despedidas son algo normal algo más, quizás ese sea el error que nunca tuve miedo a los finales, pero si me aterraron los inicios, el último vistazo al espejo antes de salir, el reflejo del que nunca te puedes fiar.

Que nunca son las imágenes ni las palabras las que mienten, son los ojos y los labios, son las personas.
No son las ganas que se van son tan sólo las decepciones que llegan, abarcando y destruyendo todo lo anterior, pues una palabra tan sólo una palabra en falso mantenida lo puede hacer tambalearse hasta tal punto que que la mas insignificante mota de polvo puede hechar abajo los restos. Las ruinas, pero para que haya ruinas primero tuvo que haber algo, y supongo que por eso nos quedamos, por que da menos miedo quedarse en las ruinas que empezar de cero.

Pero eso solo lo entenderá aquel capaz de ver mas allá, a fin y al cabo quien hiere es quien nunca entiende, cuan frágiles son las ruinas, ruinas que ya no quieren reponerse, que ya no creen ni un susurro del viento de mayo.

Soy el zigzag interminable, que sorprende tras la siguiente curva.
Soy la misma curva viva que nunca termina. Que no quiere palabras vacías, que no quiere ver como cada curva anterior merecía mas que ella.

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